La visión total, con todas sus posibilidades de ampliación y aplicación, era que el Modelo Educativo de Semiología de la Vida Cotidiana, fuera un sistema paralelo de educación permanente. Una realidad educativa muy distinta a la propuesta por Gurdjieff y sus discípulos. En consecuencia, fui adaptando paulatinamente los postulados de Cuarto Camino y de la Psicología Transpersonal a este objetivo didáctico específico. Poco a poco fui decantando y adaptando las enseñanzas de una y otra corriente, complementando los huecos que advertía en sus respectivos sistemas, hasta que fue verdaderamente imposible continuar sustentando los cursos en ambas perspectivas. Decidí asumir, entonces, la primera gran transformación, adaptando los cursos a la metodología y a la perspectiva que había venido implementando de una manera subyacente en la impartición de los cursos: la Semiología.
En efecto, mi labor había sido la de un semiólogo profesional, que eso es lo que realmente soy, decodificando las enseñanzas de Cuarto Camino, hasta hacerlo plenamente comprensible a un público no especializado de adolescentes y adultos, dentro del contexto de la Psicología Transpersonal. Esta decantación conllevaba un homenaje implícito y explícito, que siempre he rendido al sistema de Cuarto Camino, utilizando algunos de sus postulados que se han comunicado abiertamente a grandes audiencias a través de sus publicaciones, pero haciendo una formulación paralela, con otra visión y terminología, para dejar intacta la tradición de estas enseñanzas y no distorsionar sus postulados, lo cual me parecía de un respeto fundamental. No me interesaba hacer evidente lo que a mí me parecía incompleto, contradictorio o inviable en algunas de sus hipótesis de trabajo. Me interesaba proponer una nueva visión que, aunque sustentada en algunos de sus principios universales, mismos que Cuarto Camino tomó de otras tradiciones de conocimiento igualmente universales, como el Budismo, el Sufismo o la Yoga, formulara en un lenguaje común que incorporara información científica contemporánea, misma que no estaba disponible en la época de Gurdjieff y Ouspensky, como las aportadas por el reciente descubrimiento del Genoma Humano, las Neurociencias, la Física Cuántica, la Resonancia Mórfica, la Epigenética, la Teoría del Campo y el Paradigma Holográfico, entre muchas otras contribuciones recientes pero, sobre todo, las trascendentales contribuciones de la Semiología como la avizoró Ferdinand de Saussure en su Curso de Lingüística General, Editorial Losada, Buenos Aires, Decimonovena edición, 1979, p. 60:
<La ciencia que estudia la vida de los signos en el seno de la vida social>.
Esta escueta y elegante definición, es la de un visionario que avizoró una nueva ciencia, todavía en gestación, que generó una auténtica revolución cognitiva. La visión del universo como un universo de significación donde existe un permanente intercambio de signos que se decodifican, se postulan y se interpretan de manera incesante en el seno de la vida social. Es una definición espléndida que abarca todas las posibilidades significativas del universo.
Dentro de las alternativas culturales de aquellos años que se planteaban en la doble perspectiva de la semiología de Saussure, o la semiótica de Pierce, decidí decantarme dentro de la tradición del lingüista suizo y elegir el término y la visión Saussureana de semiología que daba la que me parecía la más amplia y pertinente definición, aunque ambos términos han venido utilizándose dentro de la tradición de los estudios lingüísticos prácticamente como sinónimos, según lo expone la maestra Helena Beristáin en una investigación realizada en el Instituto de Investigaciones Filológicas de la Universidad Nacional Autónoma de México, en su espléndido Diccionario de Retórica y Poética, publicado por la Editorial Porrúa, Novena edición, Segunda reimpresión, México, 2010, en la página 453, donde menciona que: “Semiótica y Semiología, se emplean, en general, como términos sinónimos que nombran la joven ciencia interdisciplinaria que está en proceso de constitución y que contiene, por una parte, el proyecto de una teoría general de los signos -su naturaleza, sus funciones, su funcionamiento- y por otra parte un inventario y una descripción de los sistemas de signos de una comunidad histórica y de las relaciones que contraen entre sí. Los sistemas de signos son tanto lingüísticos como no lingüísticos. Estos son, por ejemplo, la señalización ferroviaria, vial, marítima, fluvial, el alfabeto de los sordo mudos, los rituales simbólicos, los protocolos, las insignias, etc. Inclusive algunos teóricos como BARTHES y ECO, consideran que todos los fenómenos de la cultura pueden ser observados como sistemas de signos cuya función es vehicular contenidos culturales, por ejemplo, el culto, la moda, la etiqueta, el maquillaje, las fiestas, los juegos, la arquitectura, etc.
Los códigos más importantes son los códigos sociales, y en primer lugar está el de la lengua, pues sólo a través de él funcionan los otros códigos. Todo lo que se expresa mediante otros códigos (como el de la cibernética, o los códigos científicos de la química y de las matemáticas) pasa necesariamente por su recodificación en la lengua. Solo a través de la lengua nos relacionamos con el mundo; solo a través de ella pensamos, asumimos nuestras experiencias, formulamos conceptos y nos comunicamos.
A partir de la lingüística Ferdinand de SAUSSURE, y a partir de la lógica y la matemática Charles SANDERS PIERCE, por primera vez, y en la misma época, concibieron esta doctrina. SAUSSURE comprendió que el lenguaje no podía ser estudiado solo desde el punto de vista lingüístico, aisladamente; pensó que requería integrarse a una disciplina que él no alcanzó a desarrollar, la semiología, que sirviera como base a la lingüística. La idea Saussureana de la semiología es la de una “ciencia que estudia la vida de los signos en el seno de la vida social”, por lo que se apoya en factores esencialmente sociológicos y psicológicos, y tiene su lugar dentro de la psicología social. Desde la perspectiva de este autor, la lingüística forma parte de la semiología”.
Este nuevo corpus de conocimiento, esta nueva visión del fenómeno de la significación y de la comunicación humana, concebido de una manera integral debidamente estructurada, donde la naturaleza del lenguaje se vinculaba a aspectos de carácter tanto psicológico como sociológico en una visión profundamente humanista, era indispensable desarrollarlo en su totalidad e incorporarlo al Modelo Educativo que yo quería proponer como una alternativa de realización personal. Desde mi perspectiva, existía una masa crítica creciente, ávida de este conocimiento fundamental que demandaba una respuesta a múltiples aspectos de su vida cotidiana que quedaban fuera de la perspectiva de las enseñanzas del Cuarto Camino y la Psicología Transpersonal. Resultaba crucial incorporar todo el espectro de los problemas y problemáticas que confrontan diariamente los seres humanos, abordados con la mayor claridad y de la manera más didáctica posible. Se trataba de ofrecer las herramientas indispensables para que todo individuo pudiera desarrollar su conciencia y elevara la calidad de su vida a través de un modelo que abarcara todas esas posibilidades, pero que fuera simultáneamente viable al mayor numero posible de personas. El núcleo mismo de esta temática radicaba precisamente en los procesos de significación. Dilucidar qué significa nuestra propia vida para cada uno de nosotros. Un reto inmenso, fascinante.
Fue una decisión difícil. Muy difícil. Pero había que dar ese paso en profundidad. Era crucial abordar la temática fundamental de los conflictos específicos de las personas en su vida diaria desde la perspectiva de la significación, lo cual entrañaba un trabajo inmenso de decodificación y formulación de nuevos códigos. Una labor que se prodigaría desde las raíces mismas del modelo. Una nueva postulación. Aquí se dio el primer gran golpe de timón y el cambio de perspectiva y nomenclatura que poco a poco, a lo largo de varios años, después de una dedicación total, se fue consolidando bajo la nueva denominación:
Cursos de Semiología Aplicada.
Este nuevo horizonte de significación incorporó ahora no solo una visión ampliada, inconmensurablemente mayor a la anterior, sino parejamente a una pléyade de autores internacionales involucrados en el estudio del lenguaje, en la comunicación humana y en la visión del universo como lenguaje, tanto dentro de la corriente semiológica, como estructuralista y post estructuralista que se fueron desdoblando con el paso del tiempo de múltiples maneras, explorando tanto la poética, la narratología, el lenguaje común, la traducción y la comunicación verbal y no verbal, como los gestos, los colores, la comida, los rituales de todo tipo, el erotismo, la espiritualidad y, en fin, los textos y los contextos, entre otros muchos aspectos de la comunicación humana que resultaban cruciales desde mi perspectiva, para lograr el más adecuado conocimiento de uno mismo y de la comunicación con uno mismo y con todo y con todos los demás pero que, para lograrlo, resultaba imprescindible articularlos dentro de un modelo coherente, dinámico y total, con su propia visión y nomenclatura.
Autores como Umberto Eco en Italia y Roland Barthes en Francia se convirtieron en las figuras señeras de la semiología y la semiótica, sus libros y su extraordinaria influencia cultural tanto en los cenáculos académicos como en la atmósfera cultural de la época a través de sus conferencias y publicaciones fue decisiva en la expansión y desarrollo de esta nueva ciencia en ciernes. Umberto Eco, con libros como Apocalípticos e integrados, (1965); Apuntes para una semiología de la comunicación visual, (1967); La estructura ausente, (1968); La forma del contenido, (1971); El signo, (1973); y Tratado de semiótica general, (1975), entre otros muchos, siempre relacionados a diversos aspectos culturales, tanto estéticos como literarios, filosóficos o lingüísticos, contribuye de manera decisiva en la gestación de un contexto de significación enfáticamente semiológico. Lo mismo ocurre con las brillantes y muy sugerentes contribuciones del semiólogo francés Roland Barthes, sus libros El grado cero de la escritura, (1953); Mitologías, (1957); Ensayos críticos, (1964); Elementos de semiología, (1964); El sistema de la moda (1967); El imperio de los signos (1970); y la muy celebrada Lección inaugural de la cátedra de semiología literaria en el Collège de France, llevada a cabo el 7 de enero de 1977 donde señala que: “Por sus conceptos operatorios, la semiología -que puede definirse canónicamente como la ciencia de los signos, de todos los signos- ha surgido de la lingüística. Pero la misma lingüística, un poco como la economía (y la comparación no puede ser insignificante), está -me parece- a punto de estallar, por desgarramiento: por una parte, se halla atraída hacia un polo formal y, al seguir por esta pendiente, como la econometría, se formaliza cada vez más; por la otra, se llena de contenidos siempre más numerosos y progresivamente alejados de su campo original.
Al igual que el objeto de la economía se encuentra actualmente por doquier -en lo político, lo social, lo cultural-, el objeto de la lingüística no tiene límites: la lengua -según una intuición de Benveniste- es lo social mismo. En síntesis, ya sea por un exceso de ascesis o de hambre, famélica o repleta, la lingüística se desconstruye. A esta desconstrucción de la lingüística es a lo que yo denomino semiología”. (Barthes, R. (1974). El placer del texto y Lección inaugural de la cátedra de semiología literaria del Collège de France, Siglo veintiuno editores, México, 4ª. Edición, pp., 134 y 135).
Esta fue la gran visión profética de Barthes que intuyó muy bien los distintos derroteros de la lingüística. Por un lado, hacia la formalización extrema que la volvía un aparato crítico extraordinariamente técnico; y, por otro, hacia una apertura creciente de contenidos que hacían impracticable la formalización extrema. Pues bien, es precisamente en esta apertura a nuevos contenidos de la vida diaria donde situamos al Modelo Educativo de Semiología de la Vida Cotidiana, que es el contexto donde radican las más relevantes aportaciones del mismo, sin excluir, por supuesto, sus contribuciones formales, pero nunca extremas, siempre en concordancia con la contribución de nuevos contenidos para integrar un todo coherente y viable que fuera claramente comprensible.
No obstante, tanto Umberto Eco como el propio Barthes incursionaron y aportaron en ambas modalidades, tanto en la teorización formal de la nueva ciencia en ciernes como en la apertura temática hacia lo cotidiano. En este último aspecto, sobre todo fue Barthes el que se orientó a explorar ámbitos de semiología de la vida cotidiana, generando un metalenguaje que abordaba los temas más disímbolos, tales como la moda, la lucha libre, juguetes, el vino y la leche, el nuevo Citroën, la cocina ornamental, el striptease, la fotogenia electoral, el plástico y muchos otros, pero de una manera atomizada y dispersa, sin integrarlos en una visión unitaria o en una perspectiva que permitiera la percepción significativa de la vida cotidiana desde la visión del actor central de la misma: la persona. Este gran hueco, esta gran ausencia, fue señalada por Umberto Eco en el último capítulo de su libro Tratado de semiótica general, Debolsillo, 2006, p. 421 donde señala que:
“Desde el momento en que se afirma que el trabajo de producción de signos constituye una forma de crítica social (y, en definitiva, una de las formas de la praxis), entra definitivamente en escena un fantasma que todo el discurso precedente había eludido continuamente dejándolo aparecer apenas en un segundo plano.
Se trata del SUJETO HUMANO en cuanto actor de la práctica semiótica. ¿Cuál es su lugar en el marco de la teoría que aquí hemos delineado? (…)
Efectivamente, una teoría de la relación emisor-destinatario debería tener en cuenta el papel desempeñado por el sujeto que comunica no solo como ficción metodológica, sino también, y sobre todo, como sujeto concreto, arraigado en un sistema de condicionamientos históricos, biológicos, psíquicos, tal como lo estudian, por ejemplo, el psicoanálisis y las demás ciencias del hombre”.
Este fue el supremo reconocimiento de un magno olvido. La semiología abría sus puertas y ventanas para incorporar todos los temas posibles e imaginables, realizando semiología de todo, la política, la economía, la comida, la moda, la religión, la publicidad, la basura, los detergentes o cualquier otro tema posible o imaginable, pero se les había olvidado el habitante de la casa: el ser humano. No existía una semiología de la persona.
Aquí experimenté una epifanía singular. En efecto, este olvido, este hueco en el universo semiológico era de una importancia capital. De hecho, era, paradójicamente al señalamiento de Eco, la gran estructura ausente en el universo de las estructuras. Algo inusitado. Resultaba increíble que la semiología, esta nueva ciencia en ciernes que se proyectaba como un metalenguaje cuya mirada abarcaba potencialmente la totalidad del cosmos, hubiese dejado de lado al sujeto que mira, el único capaz de generar significados, es decir: un lenguaje articulado que manifestara su conciencia. El creador de la semiología, el ser humano, había estudiado las posibilidades de estudiarlo todo, pero se había olvidado de estudiarse a sí mismo.
Aquí se focalizó mi atención en la creación de un modelo que posicionara a la persona al centro de su propio universo educativo. Un modelo donde el alumno se estudiara a sí mismo. Un universo cuyo eje de significación fuera la persona. Y a partir de este eje singular, estudiara todo lo que se relacionara consigo mismo, pero a partir de sí mismo. La significación del ser humano inmersa en los propios signos que el ser humano había generado: un espejo lingüístico. Esto entrañaba la creación de un lenguaje a partir del cual los seres humanos podrían leerse a sí mismos como parte sustantiva de ese mismo discurso dentro del cual se situaban: una nueva dimensión contextual. Y es en esta perspectiva donde nos vinculamos no solo al horizonte de posibilidades significativas trazado por Ferdinand de Saussure sino a una constelación de autores y estudiosos de la lengua que tiene una larguísima tradición que se origina en la Época Clásica, cruza por la Edad Media, el Renacimiento, la Ilustración y continúa su derrotero histórico hasta llegar a nuestros días. Este vastísimo y complejo derrotero ha sido sintetizado y presentado de una manera brillante y accesible por Mauricio Beuchot en su espléndido libro La Semiótica: Teorías del signo y el lenguaje en la historia, Fondo de Cultura Económica, México, 2004, pp. 7 y 8; en donde señala (cito in extenso entresacando algunos de sus párrafos para comentarlos y evitar repeticiones innecesarias) que:
“La semiótica (que también ha recibido el nombre de “semiología” y otros más) es la ciencia que estudia el signo en general; todos los signos que formen lenguajes o sistemas. Empezó estudiando las condiciones de significación de los signos lingüísticos, pero también estudia otros como los semáforos, las modas, los gestos, la comida, para lo cual se han desarrollado semióticas visuales, auditivas, olfativas, gustativas. (…)
Los signos han recibido numerosas clasificaciones, por ejemplo: naturales y artificiales. Tales divisiones, a su vez, han recibido subdivisiones, a veces prolijas. Las clasificaciones difieren según los diversos autores o escuelas. Algunas han quedado por su consistencia teórica o utilidad práctica, pero no hay, ni mucho menos, un acuerdo generalizado. Hay que contentarse con aquellas que han resistido el tiempo y las objeciones. (…).
Hay diversas escuelas de semiótica, desde la Antigüedad. Aunque algunas han decaído o desaparecido, siguen habiendo demasiadas: pragmáticas, analíticas, estructuralistas, formalistas, escuela norteamericana, escuela anglosajona, escuela de París, de Moscú, de Leningrado, de Tartu, de Praga, de Copenhague, de Bloomington, etc. Todo ello impide lograr una mínima unidad, que se ha intentado muchas veces, con el resultado frecuente de crear una semiótica adicional. Para evitarlo, preferimos hacer una exposición histórica, con una selección de autores y temas”.
Sabia decisión de Beuchot para evitar perderse y perder al lector en un laberinto inasimilable de posibilidades lingüísticas y semiológicas que, en su infinita complejidad y profusión, hace elocuente la fascinación que han experimentado los seres humanos a lo largo de muy distintas épocas por el lenguaje y los lenguajes, el signo y sus implicaciones tanto teóricas como prácticas. Dentro de esta perspectiva, es importante señalar que el autor logra destacar puntos cruciales de esta fascinante historia. Una historia que incluye a figuras notables del pensamiento humano que han servido como eslabones en esta larga cadena reflexiva de nuestro magno instrumento de comunicación: el lenguaje. Un instrumento crucial que se ha desdoblado en múltiples sistemas de signos y contextos históricos haciendo posible la edificación de nuestras civilizaciones. El autor nos señala que su introducción presenta “algunos de los principales temas de la historia de la semiótica siempre en relación con la filosofía del lenguaje, pero subrayando lo que es propio de la semiótica como disciplina distinta. Subraya también los antecedentes históricos de muchos conceptos actuales, que no siempre se sabe de dónde vienen. Así, en el primer capítulo, aborda algunos antecedentes griegos y medievales de la semiótica, no bien conocidos. Además de Platón y Aristóteles, presenta a los estoicos, que son poco tratados. Luego a San Agustín, Roge Bacon, Juan Duns Escoto y Guillermo de Ockham.
El capítulo siguiente se dedica a la semiótica y la filosofía del leguaje de Santo Tomás, que merece un tratamiento aparte, por su acucioso tratamiento del verbum mentis, o palabra mental, que es el concepto, así como el papel del pensamiento como mediador entre el signo o lenguaje y la realidad”. (Ibídem, p. 9). Este punto es de singular importancia debido a que señala una raíz profunda del signo y el pensamiento que en el Modelo Educativo de semiología de la Vida cotidiana estudiamos de una manera integral, atendiendo la relación del Potencial Racional y los pensamientos con todos los demás potenciales humanos, estableciendo una relación significativa integral y dinámica, entre el pensamiento y las emociones, la sexualidad, los movimientos y las funciones instintivas, en el que llamamos el quinto espejo del lenguaje articulado. Una relación que se desdobla en muchos otros autores a lo largo del eje diacrónico de esta Bibliografía Comentada, dentro de la cual es preciso destacar la relevancia de nuestra perspectiva que enfatiza un carácter integral y dinámico de todo tipo de signos en la persona.
“Raimundo Lulio es otro importante eslabón en la historia de la semiótica. Es un antecesor de la idea de Leibniz de un arte combinatoria, y ambos son considerados como precursores de la lógica matemática y, por lo tanto, de una semiótica formal, que nunca se ha alcanzado”. (Ibídem, pp. 9 y 10).
Este es otro punto relevante que vale la pena enfatizar, ya que es una de las dos tendencias que estaban desgarrando a los estudios lingüísticos señaladas por Roland Barthes, que comentamos con anterioridad, y donde situamos al Modelo Educativo de Semiología de la Vida Cotidiana dentro del contexto de aportación de nuevos materiales vinculados a la experiencia de la vida diaria, pero dentro de una propuesta formal propia ya que jamás se ha alcanzado, como bien señala Beuchot, un consenso general lo suficientemente amplio que nos permita hablar de una sola propuesta formal de la semiótica o de la semiología con su correspondiente lenguaje, lo cual nos exigía la formulación de nuestros propios códigos con su terminología específica. Pero una terminología muy especial, según veremos más adelante al comentar los siguientes párrafos de Beuchot que valen mucho la pena, también y, sobre todo, por el perfil histórico que va dibujando donde incluye, junto a los autores más destacados, otros autores que han ido quedando relegados en nuestros estudios contemporáneos y que vale mucho la pena rescatar:
“Vendrán luego algunos teóricos del signo en la escolástica del siglo de oro español: Domingo de Soto, Pedro de Fonseca, Domingo Báñez, Francisco de Araújo, Juan Poinsot (o Juan de Santo Tomás) y Cosme de Lerma. En otro capítulo, se presentan los tratados sobre el signo de tres autores novohispanos: Alonso de la Vera Cruz, Tomás de Mercado y Vicente de Aragón. Vienen a continuación Locke y Leibniz, muy importantes por sí mismos y como antecesores de Peirce y Morris. Estudiando a esos clarividentes de la semiótica que fueron Locke y Leibniz, a ese extraño genio que fue Peirce y a su seguidor Morris, desembocamos en la semiótica moderna, que se constituyó como doctrina general del signo, y no solo de los signos lingüísticos, aunque centrada en ella de manera especial.
Continuamos con la teoría pragmática del significado, que fue desarrollada por Wittgenstein (en su segunda época) al teorizar el significado como función del uso. Esto da predominio al usuario del signo en la significación, que es lo que caracteriza a las posturas pragmáticas del lenguaje. Wittgenstein y Peirce son los grandes maestros de la línea analítica (anglosajona) de la semiótica.
En el último capítulo se presenta otra línea de la semiótica, la estructuralista, que se inició con la semiología de Saussure, y tuvo un desarrollo extraordinario. Abordaremos brevemente a Saussure como el iniciador; a Barthes como uno de los que ampliaron su propuesta, aplicándola no solo a la lingüística, sino a toda la semiótica; a Eco, como alguien que no solo desarrolló críticamente esos contenidos, sino que trató de establecer vínculos con la línea Peirceana y analítica; y finalmente a Derrida, como el principal representante de los pensadores llamados post-estructuralistas.
Este recorrido por los hitos más importantes de la semiótica y la filosofía del lenguaje puede servir como introducción al inmenso campo de la semiótica, con una perspectiva histórica de espectro muy amplio. Naturalmente, sin profundizar en la comprensión sistemática de ese mar sin fondo que es el signo y su funcionamiento”. (Ibídem, pp. 10 y 11).
No es una metáfora banal esta afirmación de Mauricio Beuchot refiriéndose a ese ‘mar sin fondo’ de la naturaleza y teorización del signo y su funcionamiento, porque genuinamente lo es. Y aunque sabemos que todo mar, por profundo que sea, tiene finalmente un fondo, este en efecto, no lo tiene. El signo entraña un vértigo de posibilidades infinitas, tanto en la teoría como en la práctica cotidiana, donde todo intento por lograr un consenso de las muy diversas posibilidades de teorización e interpretación sobre su múltiple naturaleza y funcionamiento, se desdoblarán en un creciente mar sin fondo que no deja de deslumbrarnos en los fondos y trasfondos de sus innumerables arborescencias semánticas y semiológicas.
Esta exploración en torno a la naturaleza del lenguaje, sus implicaciones y posibilidades, que ha llamado la atención de innumerables pensadores a lo largo de la historia, estalla a principios del siglo veinte y se prolonga hasta nuestros días. Una constelación de lingüistas y filósofos del lenguaje verdaderamente extraordinarios, fuera de serie, llevan esta exploración a sus más incandescentes fronteras, como muestra con claridad Wolfram Eilemberger, en su espléndida investigación en torno a la vida y obra de Ernest Cassirer, Ludwig Wittgenstein, Walter Benjamin, y Martin Heidegger, en su libro Tiempo de Magos: La gran década de la filosofía 1919-1929, (Taurus, México, 2019), pp. 100, 101, al describirnos en torno a la famosa polémica entre Heidegger y Benjamin, que: “Ambos pensadores se propusieron tratar -con Duns Scoto como garante- la relación del lenguaje humano (y, por ende, del pensamiento) con el lenguaje de Dios. ¿Puede compararse el modo en que Dios piensa, describe y conoce el mundo con el humano? Y en caso afirmativo, ¿cómo determinar exactamente esa supuesta relación? ¿Y si en verdad no existiera la menor semejanza entre ambos modos? ¿Cómo podría entonces el hombre, siendo creación de Dios, conocer verdaderamente el mundo?
Heidegger había analizado con detalle estas cuestiones en su estudio con el respaldo de una beca de la Iglesia católica. Y Benjamin se había propuesto analizar en su trabajo esas mismas cuestiones en relación con la tradición judía de la Cábala y la Torá, como ya había hecho en 1916 en su primer trabajo sistemático de filosofía del lenguaje, titulado, <Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje del hombre>”.
Aquí se explora, con estos autores, las posibilidades de indagación metafísica de la relación entre Dios y los seres humanos a través del lenguaje, sus limites y sus posibilidades. Una propuesta que desde otras perspectivas y autores que veremos más adelante, se estudia en el ámbito de los cursos avanzados de la Semiología de la Vida Cotidiana como una posibilidad más dentro de las posibilidades infinitas de los procesos de significación. El ámbito del contexto místico que colinda con la expresión de lo inefable y desemboca al silencio: la experiencia de ser como signo y símbolo de si mismo. La pura presencia.
Por su parte, Ernest Cassirer nos muestra otras de las muchas posibilidades interpretativas, tanto de los signos como de las formaciones simbólicas. Se trata de una propuesta extraordinariamente lúcida que permite la percepción de una dinámica singular: el trasiego de los signos externos e internos que permite la configuración recíproca del ser y el mundo a través de la cultura. Al respecto, Wolfram Eilemberger nos indica que: “La idea central del proyecto de Cassirer consistía, de hecho, en la constatación de que lo que llamamos <espíritu humano (…) solo en su exteriorización llega a ser su interioridad veraz y perfecta. La forma en que lo interior se da determina también retroactivamente su esencia y su figura>. (…)
El continuo afán humano de dar expresión significante a sus experiencias sensibles mediante símbolos exteriores materialmente representables da origen a una dinámica que confiere una forma concreta tanto al propio yo como al mundo. (…)
Al proceso ininterrumpido y recíprocamente condicionado de estas configuraciones creadoras, considerado en la totalidad de sus modos -desde los gestos más sencillos hasta la más pura metafísica-, llama Cassirer cultura. Y a pesar de la multiplicidad y variedad inabarcable de este proceso, cree poder considerar que el espacio que así se abre es un espacio único y unitario: el de los signos o el de las formaciones simbólicas”. (Ibídem, pp. 112, 113).
Aquí estamos ya de nueva cuenta frente a otro imponderable, como ‘el mar sin fondo’ de Beuchot, ahora tenemos ‘la multiplicidad y variedad inabarcable’ de Eilenberger: la cultura. Una cultura que se abre y se ramifica en muy diversos autores y corrientes que, en efecto, resultan literalmente inabarcables y que, con mucha frecuencia, van abordando en distintas épocas los mismos postulados de interpretación, con diferente o parecida terminología, pero estableciendo básicamente la misma perspectiva. De hecho, el mismo Wolfram Eilemberger señala en Tiempo de Magos que “la Filosofía de las formas simbólicas de Cassirer ahonda en una idea de Kant: la de que no hay una única manera, sino muchas, de dotar al mundo en que vivimos de estructura, forma y sentido”. (Ibídem, p.113).
Este ha sido un tema fundamental en nuestro Modelo Educativo de Semiología de la Vida Cotidiana, pero no como una mera posibilidad en abstracto, sino como una realidad concreta y, de hecho, inevitable: cada persona lleva a cabo sus propios constructos de significación momento a momento y percibe el universo desde una perspectiva única e intransferible en su totalidad. Es decir, genera íntimamente su propio universo de significación, el cual marca, en consecuencia, la pauta de su calidad de vida, dependiendo, naturalmente, de su nivel de conciencia y del tipo de significación que elabora. En efecto, cada individuo genera el proceso de significación de cada uno de los eventos que va experimentando a todo lo largo de su existencia. Y esto es lo que realmente vive: los significados que produce. En consecuencia, cada quien es el único responsable, en última instancia, de su propia felicidad o infelicidad. Para lograr la más profunda comprensión de este tema crucial dedicamos mucho espacio para reflexionar y analizarlo en detalle a lo largo de los doce cursos seminales de Semiología de la Vida Cotidiana, en varios niveles y desde diversas perspectivas.
Un espacio simbólico que contiene la totalidad de los procesos de significación en la propuesta de Ernest Cassirer. Una serie infinita de procesos que, sin embargo, se configuran a partir de tres pasos fundamentales que inferimos de Saussure y constituyen una de las herramientas más claras y precisas para comprender la estructura fluctuante, tanto interna como externa, pero unitaria, del discurrir simbólico en relación con la conciencia individual y colectiva que se configuran a través de tres pasos fundamentales que estudiamos desde nuestro primer curso seminal:
1) Percibo signos.
2) Proceso signos.
3) Proyecto signos.
Estos tres pasos del mismo proceso unitario suelen ponerlos en marcha todos los seres humanos de manera incesante, día y noche. Dedicamos especial atención a este proceso donde, no obstante, en repetidas ocasiones, muchas personas suelen omitir el segundo paso, dando lugar a la manifestación de la conciencia lineal, puramente reactiva. Algo que estudiamos dentro del ámbito del Imaginario personal.
Por su cuenta, en aquellos mismo años, Ludwig Wittgenstein, autor del Tractatus Logico-Philosophicus, (1921), Los cuadernos azul y marrón, (1935) y las Investigaciones filosóficas (1953), entre otros, se había convertido en una de las figuras más relevantes y polémicas en torno a la exploración del lenguaje, el pensamiento y la vida. Esto debido a los planteamientos extremos de su propuesta que incluía dos modos aparentemente irreconciliables de emplear el lenguaje. Eilemberger nos invita a reflexionar sobre esa doble modalidad:
“Si nos fijamos bien, toda la obra filosófica de Wittgenstein, incluida la posterior a su tratado, abunda en metáforas y alegorías de liberación, de indicaciones de salida y evasión. No solo su célebre conclusión posterior: <¿Cuál es la meta de tu filosofía?>. <Enseñar a la mosca la salida de la botella>.
La actividad de filosofar, y esa fue la esperanza de Wittgenstein durante toda su vida, abre la ventana a la libertad de una existencia activa, directamente bañada de sentido, con los demás seres humanos, esto es a lo que en el Tractatus llama <felicidad>. Abre la ventana a un <mundo distinto>, pues el mundo de los <felices> es distinto del mundo de los <infelices>(T,6.43).
Wittgenstein encuentra ese camino hacia un mundo distinto precisamente en el medio que, sin la actividad esclarecedora de la filosofía, constantemente amenaza con obstruir, oscurecer, desfigurar y hasta bloquear ese camino: el medio del lenguaje mismo.
Lo que hizo que el tratado lógico fuese tan sumamente difícil de entender para sus primeros lectores (y, de hecho, también para los lectores de las décadas posteriores) fue la decisión de Wittgenstein de aclarar sus ideas de una vez por todas con dos modos de emplear el lenguaje que parecían excluirse mutuamente: por un lado, el lenguaje basado en la absolutamente cierta e inequívoca lógica matemática y sus símbolos puramente abstractos, y, por otro lado, el lenguaje poético, esto es, el lenguaje de la figura, la alegoría y el aforismo paradójico”. (Ibídem, pp. 76-77).
Aquí encontramos encarnado en un solo autor la visión profética de Roland Barthes que mencionamos con anterioridad, quien percibió con toda claridad esta doble tendencia en la lingüística y la filosofía del lenguaje de la formalización extrema y de la inclusión de nuevos contenidos cotidianos, lo cual la desbordaba y la tornaba imposible de formalizar. Aquí encontramos los dos extremos en Wittgenstein, la formalización extrema del lenguaje de la lógica matemática que muy pocos de sus colegas y contemporáneos fueron capaces de decodificar, incluyendo a su maestro y mentor Bertrand Russell, que exasperado por no comprender las sofisticadas argumentaciones de su discípulo terminó diciendo en una carta que “Wittgenstein se ha vuelto todo un místico”, (Ibídem, p. 85); y el lenguaje poético de sus alegorías y aforismos paradójicos que, paradójicamente, terminó ratificando la afirmación de Russell. En efecto, todo un místico.
Para hacernos una clara idea del estado de la lingüística y de la filosofía del lenguaje, de los cuales surge inicialmente la semiología, antes de vincularse más profundamente tanto a la psicología como a la sociología, que comentaremos más adelante, es preciso reflexionar en el objetivo que se planteó Walter Benjamin de concentrar su estudio en los filósofos del lenguaje de la época. A lo cual responde Wolfram Eilemberger que:
“Concentrarse en los filósofos del lenguaje en torno a 1920 suponía preguntarse en qué filósofos exactamente: ¿Cassirer? ¿Wittgenstein? ¿Russell? ¿Moore? ¿Husserl? ¿Frege? ¿Peirce?... Pero el propósito de ponerse más al corriente del estado de la investigación en aquella época, que se expandía en todas direcciones en el aspecto creativo, seguramente habría desbordado los recursos y los intereses de Benjamin, que le impelían a una pronta realización de todo el proyecto”. (Ibídem, p. 101).
Un vértigo, un verdadero vértigo que ‘se expandía en todas direcciones en el aspecto creativo’. De nueva cuenta la proliferación desbordante. Pero no solo con la alusión a estos autores sino a muchos, muchísimos más que se expandían creativamente y que realizaron aportaciones de extraordinaria importancia en una explosión singular que llega hasta nuestros días, tales como Edward Sapir, Karl Bühler, Marcel Cohen, Émile Benveniste, Pierre Guiraud, M. M. Bajtín, Julia Kristeva, Roman Jakobson, A. J. Greimas, Michel Foucault, Cornelius Castoriadis, E. H. Gombrich, Louis Hjelmslev, Charles William Morris, J. Tynianov, Tzvetan Todorov, L. Tesnière, Marshall Mcluhan, Jonathan Culler, George Steiner, Octavio Paz, Ray Jackendoff, Jerome Bruner, Teun A. van Dijk, Noam Chomsky y Michael Tomasello, por mencionar solo algunos de los más destacados de esta espiral creativa incontenible. Esta es una caja de resonancia inagotable para quien quiera dar seguimiento a cada uno de estos autores que a su vez se ramifican, cada uno, en numerosos autores críticos, con publicaciones y estudios tanto a favor como en contra, sobre libros o propuestas específicas de estos mismos autores, desarrollando una telaraña que extiende sus redes de una manera radial, clarificando y confundiendo, polemizando y analizando, dilucidando tanto minucias como propuestas de fondo en un diálogo múltiple e inagotable, generando un contexto de una sofisticada riqueza conceptual pero también de una considerable inestabilidad semántica donde ni siquiera se ha podido decantar con lucidez y establecer de manera consensuada si la comunidad de académicos debe utilizar el término semiótica o semiología, terminando por utilizar ambos de manera indistinta. No obstante, este muy variado semillero de nociones en relación a las diversas formas de la comunicación humana constituye una fuente inagotable de inspiración para la psicología, la filosofía, la antropología, la sociología, la pedagogía, las artes y las llamadas ciencias sociales en general.
Dentro de esta pródiga selva teórica y conceptual en torno al lenguaje y su incidencia en la estructura de la conciencia, resultaba imprescindible formular lo que sería la columna vertebral de nuestro modelo educativo, es decir, sus conceptos fundamentales. Estos conceptos tenían que ser lo suficientemente claros y prácticos como para poder explicarlos y aplicarlos en las acciones de la vida diaria. Resultaron ser cinco los conceptos cruciales en los que fundé la propuesta inicial a partir de los cuales desarrollé todos los esquemas posteriores concernientes a cada uno de los doce cursos finales, dándoles de esta manera una estructura telescopiada de contenidos donde cada uno de los cursos se desdoblaba en el siguiente, generando una secuencia de cursos que resultaban, al mismo tiempo, autónomos e interdependientes en sus implicaciones significativas. Estos conceptos seminales fueron las nociones de signo, código, estructura, sistema y modelo. Nociones que se presentan, en su forma más básica y fundamental en el Curso Uno y que, posteriormente, se van explicando y desdoblando en sus múltiples implicaciones y posibilidades en los once cursos restantes. Estos conceptos deberían tener, por supuesto, dos características fundamentales: pertinencia teórica y viabilidad práctica. Tenían que ser claros y accesibles para no extraviar a los alumnos en un laberinto teórico infructuoso y, simultáneamente, tenían que ser aplicables y esclarecedores en situaciones prácticas de la vida cotidiana, ya que nuestro objetivo no era el estudio de la teoría de la semiología en sí misma, sino el estudio de la persona en su interacción con el Principio de Realidad con herramientas semiológicas que facilitaran su comprensión. Ese era el gran objetivo pedagógico: lograr mayor claridad expositiva.
Esta distinción es crucial. Mi objetivo no era formar estudiantes expertos en la teoría de la semiología, sino estudiantes expertos en el conocimiento de la persona a través de la semiología. En consecuencia, nos abocamos con esmero y puntualidad a la formulación de estas cinco nociones fundamentales y su aplicación a la persona en la vida de todos los días, es decir, en la lectura que la persona realiza tanto de su propio ser como del mundo en que habita. El resultado fue extraordinario. Logramos, finalmente, decantar el contexto fundamental de nuestro modelo educativo y su objetivo central, a partir del cual se da todo lo demás: el conocimiento de uno mismo.